La película de Ryūsuke Hamaguchi, que ganó el premio al mejor guión en Cannes, el Globo de Oro a mejor película de habla no inglesa y aspira al Oscar, está basada en uno de los relatos que conforman el libro de Haruki Murakami, Hombres sin mujeres.
Yusuke Kafuku, actor y director de teatro, aún incapaz de lidiar con su pasado, acepta dirigir el clásico de Chejóv, Tío Vania, interpretada en distintos lenguajes (incluido el de signos) en un festival de teatro en Hiroshima. Allí conoce a Misaki, una joven introvertida que será su chófer y con la que irá estableciendo un vínculo que se irá fraguando lentamente mientras conducen por la costa de Hiroshima en un precioso Saab 900 de color rojo y las cintas de Chejóv.
Para el director el coche es algo sagrado. El cineasta lo describe como «un lugar en el que se dan conversaciones íntimas que solo nacen en ese espacio cerrado y en movimiento». «Un lugar donde se pueden descubrir aspectos de nosotros mismos que nunca hemos mostrado a nadie o pensamientos a los que no podíamos poner palabras».
El director toma como recurso el clásico de Chéjov, Tío Vania, para entrelazar historias, creando una metaficción dentro de la narrativa principal. Este es el punto de partida de una road movie que encapsula la belleza de lo cotidiano. Una película que habla del amor, la pérdida y la incomunicación.
Una obra íntima y delicada, en la que se cuenta más a través de los silencios, que a través de la palabra, porque hay otros niveles de conexión humana más allá del propio idioma. Una conexión que reside en el poder de la mirada y del silencio, cuando hay tanto dolor que las palabras no consiguen brotar.
Son casi tres horas de metraje que incomodan y chocan con el consumo al que, desgraciadamente, nos estamos habituando. Un tipo de consumo fácil, rápido y superficial del que Vargas Llosa habla en su libro La civilización del espectáculo. La película de Hamaguchi es, sin embargo, una oda, o más bien una reivindicación, a ser pacientes, a estar atentos. Un cine en peligro de extinción.
Drive My Car es un viaje fascinante, que habla de la pérdida y de cómo seguir adelante. Un hermoso viaje de introspección, dolor, pero también de esperanza.
Hace unos meses se hizo viral en Twitter una pequeña historia sobre un repartidor de comida en Argentina, un tiempo después del trágico atropello mortal de un trabajador de Glovo en Barcelona. En esta ocasión, el chaval (de 63 años) tuvo algo más de suerte y fue trasladado al hospital sin males mayores, pero la periodista que le ayudó denunció los mensajes que no paraba de recibir la víctima por parte de la empresa: ‘¿Cómo se encuentra el pedido?’ ‘¿Está en buen o mal estado para poder ser entregado?’. Y es que en ocasiones, la realidad supera la ficción.
Dos veces ganador de la Palma de Oro con el Viento que acaricia el prado (2006) y Yo, Daniel Blacke (2016) el combativo cienasta inglés, Ken Loach, regresa con un contundente film que cuestiona estos tiempos modernos de tercerización en los que, casi sin darnos cuenta, estamos perdiendo nuestros derechos sociales y laborales.
Con guion de Paul Laverty, la nueva película de Loach narra la historia de una familia que se desintegra a causa de la situación económica que pasan sus progenitores. Cuando Ricky (Chris Hitchen) encuentra por fin un empleo, su nueva situación avocará a su familia a una situación familiar imprevista: su esposa Abbie (Debbie Honeywood) debe vender su coche con el que va a trabajar para poder costear el nuevo medio de transporte de su marido en su nuevo trabajo y sus dos hijos, Seb (Rhys Stone) y Lisa (Katie Proctor) no verán con muy buenos ojos esos nuevos cambios que acabarán afectando finalmente a todos.
A sus 83 años, el director describe y denuncia, una vez más, las penurias de la clase trabajadora, los abusos del poder, los modos absurdos de la burocracia y la deshumanización constante del mundo en el que vivimos. Un mundo protagonizado por un capitalismo salvaje que ha colonizado hasta nuestros momentos más íntimos y ante el cual nos encontramos indefensos.
La falsa promesa de los autónomos, la gran mentira de los contratos, la fantasía de ser tu propio jefe y el tándem tiempo-dinero. No hay lugar para procrastinar, pero tampoco para nada especial. No hay tiempo para discutir con un cliente sobre fútbol, no deberías perder tu turno para regañar a tu hijo que no ha ido al colegio y, el sexo mejor lo dejamos para otro día.
Extenuantes jornadas de trabajo, disponibles 24/7, incluso sin tiempo para orinar, obligándoles a hacerlo en una botella de agua vacía, todo por un mísero salario que no les permite llegar a fin de mes. Podría ser el siglo XIX, pero es el siglo XXI. Pero oye, sigamos comprando en Amazon, a poder ser con el servicio Prime, sigamos consumiendo en cadenas de fast fahion y fast food, y que nuestro culito esté tranquilo y cómodo. Pongamos a prueba los límites de este neoliberalismo feroz, y si eso, si tenemos tiempo, ya nos quejaremos después.
Sorry, we missed you, es tan real que asusta y duele, a partes iguales.
Y es que el cliente siempre tiene la razón.
Call me by your name es la adaptación cinematográfica de la novela homónima de André Aciman y la última película del director italiano Luca Guadagnino ( ‘Cegados por el sol’).
La cinta ha entrado en poco tiempo en todas las listas de las mejores del año 2017; y está nominada a los Oscar por mejor película, mejor actor (Timothée Chalamet), mejor guión (de James Ivory) y mejor canción (The mistery of love, de Sufjan Stevens).
La historia transcurre en una idílica campiña del norte de Italia donde Elio – (Timothée Chalamet) – se dispone a pasar otro despreocupado verano más en compañía de sus cultísimos y cosmopolitas padres, dedicado a oír música, leer, bañarse en el río, tomar el sol y flirtear con las guapas chicas del pueblo más cercano. Pero todo cambia cuando el padre de Elio invita a pasar unas semanas a un alumno suyo, Oliver – un adonis de la antigua Grecia-, para terminar su doctorado en cultura grecorromana. Pronto surgirá entre ellos una conexión especial que comenzará como una amistad y que irá derivando poco a poco en algo muy distinto. Algo que les cambiará para siempre.
La película es el retrato realista de un amor verdadero, de esos que llegan cuando no los esperamos, cuando ni siquiera somos capaces de entenderlos. Es un amor inocente, que no se fija en la edad, que no entiende de distinciones de género.
El film nos regala grandes fragmentos como este:
’En tu situación, si hay sufrimiento, domínalo, y si queda alguna llama, no la apagues, no seas cruel. La ausencia puede ser algo terrible si nos mantiene despiertos toda la noche y ver cómo alguien nos olvida antes de lo que hubiésemos deseado no ayuda. Nos desprendemos de tantas cosas propias para poder curarnos lo más rápido posible que a la edad de treinta ya estamos en bancarrota y cada vez tenemos menos que ofrecer cuando empezamos una nueva relación con alguien. Sin embargo, no sentir nada por miedo a sentir algo es un desperdicio… ¿Me equivoco?’. Repito: ‘No sentir nada por miedo a sentir algo es un desperdicio’.
Call me by your name nos habla de ese primer amor que nos desgarra y de esa necesidad física de estar pegado al otro, de confusión, de aceptación y de dolor. Una historia con la que cualquier espectador se siente irremediablemente identificado y seguramente aturdido.
Luca Guadagnino nos deleita con elegancia y ternura, acompañándose de una exquisita y ecléctica banda sonora – que incluye a Bach y a Franco Battiato, composiciones de Ryuichi Sakamoto, éxitos de los ochenta y un par de canciones originales de Sufjan Stevens – haciéndonos partícipes de esa historia de amor.
El cine – al igual que otras muchas artes – puede cambiar nuestra perspectiva, mejorarla e incluso hacernos mejores personas, o al menos, más abiertas y tolerantes.
Call me by your name es una de esas películas que dejan poso, que te hacen sentir extraño durante días y que por alguna razón, no te las puedes quitar de la cabeza. Para mí esto es determinante y marca la diferencia entre una buena peli, y otra que no lo es tanto.
En definitiva, #CMBYN es un canto a la vida, al amor sin prejuicios y a la libertad.
En un mundo cada vez más global, las tradiciones se entremezclan, se adoptan y se traducen en programaciones culturales más que apetecibles para ocasiones más que señaladas. Este es el caso de la Orquesta y Coro Nacionales de España – OCNE – y su propuesta Nosferatu. Una sinfonía de horror para la temporada de pre-halloween.
Para poner un poco en antecedentes, Nosferatu – la obra de cine mudo dirigida por Murnau en 1922 – es la primera cinta relacionada con la historia original del Drácula de Bram Stoker. Está considerada una de las obras maestras del cine y uno de los mejores ejemplos del expresionismo alemán.
Como veis, y para los amantes del séptimo arte, todo un planazo para un sábado noche, ¿verdad? Pues aún hay más. Y es que la propuesta de la OCNE para esta ocasión va más allá.
Los asistentes nos disponíamos a disfrutar de la cinta restaurada por el máximo especialista sobre Murnau, Luciano Berriatúa. El blanco y negro daba paso a escenas monocromáticas teñidas en colores primarios.
En cuanto a la música, la banda sonora compuesta por José María Sánchez – Verdú y una OCNE terroríficamente buena dirigida bajo la batuta del director Nacho de Paz, metieron al público de lleno en la historia de Murnau.
En palabras del propio Sánchez – Verdú:
“Es mi propia sensibilidad musical aplicada a un filme y a su dramaturgia concreta, a su completo desarrollo, reiteraciones, situaciones psicológicas, ritmo y cambios de secuencias (…) He tratado de trazar imágenes sonoras para imágenes visuales en movimiento creadas por Murnau sabiendo que él, a su vez, se inspiró y recreó en imágenes plásticas de obras y pintores románticos alemanes”.
¡Emocionante!
Como emocionante fue ver a todo el público en pie y con cara de satisfacción tras una interpretación brillante de una obra sublime. La felicidad, el anhelo, la bravura de la naturaleza, la tensión, el miedo, el terror… sensaciones traducidas en notas musicales, en diálogos, en experiencias.
¿Lo mejor de todo? Ver tantas nuevas caras que se acercan a las nuevas propuestas de la OCNE y a una música sinfónica cada vez más viva.
Verano 1993 (Estiu1993) es la ópera prima de la joven realizadora catalana, Carla Simón, y la seleccionada por la Academia de Cine para representar a España en la 90º edición de los Premios Oscar para competir en la categoría del premio a la Mejor Película de Habla no Inglesa.
La película fue aplaudida en el último Festival de Berlín, donde se presentó en la sección Generation Kplus, y obtuvo el premio a la mejor ópera prima de todo el certamen. Posteriormente, se hizo con la Biznaga de Oro del Festival de Málaga. Ahora ha sido re-estrenada en varias salas y países, y sigue acaparando nuevos espectadores.
Basada en la historia de la propia Carla Simón, y escrita a partir de sus recuerdos y sensaciones, Verano 1993 nos cuenta la historia de Frida (Laia Artigas). Una niña de seis años que afronta el primer verano de su vida con su nueva familia tras la muerte de su madre porVIH (su padre ya había muerto tres años antes).
La película está protagonizada por Bruna Cursí, David Verdaguer (10.000km) y la pequeña y encantadora, Paula Robles, que junto con Laia Artigas, nos meten de lleno en esta tierna y cruda historia, para hablarnos del duelo, la búsqueda del amor y la perdida de la inocencia. Pero sobre todo, de lo que nos habla el film es de de cómo afrontamos la muerte de un ser querido, y más a edades tan tempranas.
Lo hace sin artificios ni florituras, sin caer en el exceso de drama, consiguiendo expresar emociones – casi sin palabras – a través de la exquisita interpretación de dos niñas que nos regalan momentos mágicos y consiguen magnetizarnos con su naturalidad y encanto.
La descripción nostálgica de toda una época también contribuye a generar una empatía inmediata con los personajes y la historia. Esas citas ineludibles con Los mosqueperros, ese éxito veraniego que fue el Toma mucha fruta de Bom Bom Chip, esos Mini Milk de Frigo de chocolate y leche, las heridas en las rodillas, los veranos de aguantar la respiración en la piscina, vestirse de mayor o garabatearse la escayola.
Verano 1993 son 97 minutos de pura honestidad y valentía.
Es una historia sobre el largo y arduo camino hacia la madurez protagonizada por una sublime Bárbara Lennie (Magical Girl). Desde que murió su madre cuando ella tenía 15 años, María ha cuidado de su padre y de sus hermanos. Responsable y controladora, siempre ha sido el pilar de la familia, y se siente orgullosa de ello. Por eso, cuando su padre se enamora repentinamente de su enfermera y anuncia su inminente compromiso, María siente que su vida se desmorona. Todo el mundo a su alrededor parece girar a velocidad distinta a la que ella lo hace.
Reguera habla de la familia, de cómo nos relacionamos con los `nuestros´ y de cómo nos define esa relación. Lo hace de manera sencilla, hasta el punto en el que se le ha criticado duramente por no saber hacerlo con destreza. No olvidemos en qué categoría compite.
María (y los demás)sorprende precisamente por su sencillez y por conseguir empatizar con un espectador que roza la treintena e irremediablemente se siente en la misma situación que la protagonista, de una u otra manera.
Sentimos una gran presión social por seguir un mismo y único modelo de vida: trabajo, coche, casa y pareja. Si la relación es heterosexual y socialmente aceptada como `normal´, mejor. Si hay casamiento por la iglesia, mejor que mejor. Sin embargo, la crisis ha hecho mella y ha ralentizado todo, en otros casos, muchos no ansiamos conseguir ese modelo de vida tan americano y que tanto nos han inculcado desde pequeños.
En este caso, la protagonista es tímida e insegura, sabe lo que quiere, pero le cuesta enfrentarse a la realidad, tiene miedo. Además, la presión social y el papel que hasta entonces ha desempeñado es más fuerte que cualquier deseo propio, y en ocasiones esto la confunde. Sin embargo, al final del filme atisbamos que se lanza por conseguir lo que realmente quiere.
Es una película que trata un tema occidental muy actual, la nueva crisis de los 30.
Quizá Nely Reguera no se lleve el Goya este sábado (Raúl Arévalo y su Tarde para la ira aprietan muy fuerte), pero estoy segura que este es el comienzo de una larga trayectoria.
Paterson es la nueva película del genial Jim Jarmusch producida por los Estudios de Amazon. Una película sensible, irónica y de una belleza desbordante que nos sorprende por su sencillez y una rutinaria sucesión de actos que se contraponen con la importancia de la poesía como elemento vital de nuestras vidas. Paterson es un claro manifiesto de que nuestra existencia con dosis de poesía es más gratificante.
Paterson (Adam Driver) trabaja como un conductor de autobús en Paterson (Nueva Jersey), la ciudad que vio nacer a Lou CostelloyAllen Ginsberg. Cada mañana, de lunes a domingo, despertamos, en plano cenital, en la cama de Paterson y su chica, Laura. Cada día, Paterson sigue una simple rutina: conduce su ruta diaria observando la ciudad que se desplaza a través de su parabrisas y oyendo fragmentos de conversaciones a su alrededor; escribe poesía en un cuaderno; pasea a su perro; para en un bar y bebe una cerveza. Son en estos elementos rutinarios en los que Paterson encuentra inspiración. «Paterson expone los triunfos y las derrotas de la vida diaria así como la poesía en los pequeños detalles», aclaraba la sinopsis que publicó el Festival de Cannes.
Jim Jarmusch a través de su estilo pausado, nos hace partícipes y testigos del universo de los dos protagonistas. Él es afable y tranquilo, habla poco, observa y escucha mucho. Ella, en cambio, es enérgica y lucha por sus complicados sueños. Ambos se complementan, se apoyan y se desean.
Paterson habla de la cotidianidad, de los pequeños detalles, de la belleza de nuestra rutinaria existencia, pero sobre todo habla del amor y de la compenetración entre dos personas extremadamente diferentes.
Un cine puro y sin grandes artificios, una oda al arte, y a la poesía en particular.
A veces la belleza se encuentra en los pequeños detalles.
El cine no son grandes artificios, son pequeñas historias bien narradas que conectan con el espectador y consiguen enrarecerte durante días.
La ópera prima del joven director Jonás Trueba, Todas las canciones hablan de mí, fue lanzada con el impulso de Alta Films, una de las productoras más relevantes del país. Aún así, los cines no quisieron hacerle un hueco, fue entonces cuando decidió fundar su propio sello, Los Ilusos Films. Atrás quedan esos tiempos. Hace unas semanas el pequeño de los Trueba competía en la Sección Oficial del 64º Festival de Cine de San Sebastián con su cuarto largometraje, La Reconquista.
Protagonizada por Francesco Carril – protagonista de los dos anteriores trabajos de Trueba – e Itsaso Arana, nos traslada a Madrid donde Manuela y Olmo se reencuentran en un futuro que se habían prometido 15 años antes, cuando eran adolescentes y vivieron su primer amor.
La Reconquista es una película con dos partes, unidas por una carta de amor entre esos dos adolescentes. Una película sobre el paso del tiempo y sus consecuencias, sobre lo que fuimos y lo que somos, sobre promesas no cumplidas, pero sobre todo, sobre la belleza del reencuentro. Un (re)encuentro en el que pesa más lo que se calla a lo que se dice, y en el que los silencios y las miradas, dicen más que un simple beso que nunca llega.
Al igual que en sus anteriores trabajos donde la música jugaba un importante papel –Tulsa acompañaba a Los exiliados románticos– aquí y, una vez más, el director hace uso de la música como hilo conductor de la narración y las emociones. En esta ocasión, la del cantautor donostiarra Rafael Berrio con su voz quebrada y nostálgica que encaja a la perfección con la historia narrada.
Jonás Trueba, con su concepción del amor romántico e idealizado y unos personajes cargados de nostalgia y dudas, vuelve a retratar las calles de Madrid como lo hacía en anteriores trabajos, Todas las canciones hablan de mí y Los Ilusos. Son pequeños homenajes a la ciudad que le ha visto crecer y que consiguen emocionar a los que vivimos en ella.
La Reconquista es una historia melancólica, tierna, cercana y poética. Jonás sigue en su empeño de contar historias pequeñas y universales con nuevas formas de narrar, producir y distribuir. Y lo consigue.
Algunxs dirán que en ocasiones se hace lenta y pesada, como cuando suenan las tres canciones enteras del maravilloso Rafael Berrio –algo a lo que no estamos acostumbrados– pero que aporta más de lo que resta. En fin, también muchos decían que en Boyhoodno pasaba nada…
Dos frases de una canción de Rafael Berrio ilustran y resumen la cinta: Nadie sabe nada de su propio amor y Somos siempre principiantes.
Cinco hermanas huérfanas que viven en un pequeño pueblo de Turquía junto con su abuela y su tío ven como de la noche a la mañana la actitud que en su entorno tienen hacía ellas empieza a cambiar. En un ambiente represor y patriarcal todo aquello que se mueve entorno a estas (pre)adolescentes comienza a ser visto por sus allegados como algo obsceno, ante la incredulidad de las pequeñas que no consiguen entender nada de lo que está pasando.
Este es el planteamiento inicial de Mustang, película realizada por la directora turco-francesa Deniz Gamze Ergüven, que está cosechando un enorme éxito a escala internacional, ganando numerosos festivales y habiendo sido nominada entre otros premios al Oscara la mejor película extranjera y ganando el premio Goya en esta categoría.
Con una estética cuidada al milímetro y una atmósfera entre lo real y lo onírico, Deniz Gamze va construyendo una historia dura pero con cierto aire a cuento de hadas, como ya hiciera hace casi dos décadas Sofia Coppola en Las Vírgenes Suicidas(1999) y es que la comparación con esta resulta inevitable. No obstante, consigue que nos olvidemos del referente y que conectemos de pleno con la personalidad de estas cinco hermanas (a cuál más carismática) que intentan escapar, cada una a su manera, de la brutal represión a la que se encuentran sometidas, de una sociedad que sólo ve en ellas un accesorio al servicio del hombre. Todo ello será visto a través de los ojos de Lale, la menor de todas, pero en cierto modo la más consciente de lo que les está sucediendo.
Mención especial merecen sus cinco jóvenes actrices, estupendas cada una en su papel, así como la construcción de unos personajes que consiguen conmovernos por la dura realidad que están viviendo a la vez que nos hacen sentir la fuerza y el coraje que poseen.
Por todo ello, y a pesar de no resultar especialmente novedosa, la realidad es que una película como Mustang continúa siendo necesaria. Ha removido ya conciencias en su Turquía natal y nos hace plantearnos también en Occidente el problema de una sociedad patriarcal que (aunque de manera menos manifiesta) aún continúa vigente. Todo un canto a la libertad que merece la pena ver.
Han pasado apenas dos años desde el estreno de la «oscarizada» La Gran Belleza (La Grande Bellezza, 2013). Después de su paso por diversos certámenes internacionales (entre los cuales el Festival de Cannes) llega a los cines de nuestro país La Juventud (La Giovinezza, 2015) el séptimo film del director italiano Paolo Sorrentino. En esta ocasión narra la historia de Fred Ballinger (un espléndido Michael Caine), que interpreta a un director de orquesta retirado que decide pasar unos días en un balneario de lujo en Los Alpes junto con su hija y asistente Lena (Rachel Weisz) y su gran amigo Mick (Harvey Keitel), quien encarna a un director de cine que intenta recuperar la fama de épocas pasadas con un nuevo proyecto. Por este escenario circularán además otros pintorescos personajes: un decadente Maradona (que no está interpretado por él mismo sino por el también argentino Roly Serrano), un actor en crisis o una Miss Universo que funciona como alegoría de la juventud y la belleza a las que alude el título del film.
Como ocurría en La Gran Belleza, aquí encontramos de nuevo los temas favoritos del director: el paso del tiempo, el éxito, la soledad o la fragilidad de la condición humana. Tanto el protagonista de su anterior película, Jep Gambardella, como Fred Ballinger, poseen muchas similitudes. Ambos representan a hombres a los que el paso del tiempo hace replantearse sus valores y lo efímero de nuestra existencia. Sin embargo, Jep era un hedonista, un hombre que había pasado su vida entre fiesta y fiesta en la Ciudad Eterna, mientras que en el caso del personaje interpretado por Michael Cane encontramos a alguien más tranquilo y reflexivo, pero también un personaje algo más banal y con menos matices que el interpretado por el fantástico Toni Servillo.
Y es tal vez aquí dónde precisamente peca el film, en ser demasiado similar a su predecesor, pero sin estar dotado de la fuerza de este. No obstante está lleno de momentos brillantes tanto en sus diálogos como en esa realización grandilocuente que se ha convertido ya en sello personal del cineasta napolitano. Unos actores estupendos junto a unos recursos estéticos muy personales y un guión nada despreciable. Quizá no estemos ante el mejor Sorrentino, pero si ante uno de los grandes del cine europeo actual. Mientras esperamos con expectación sus próximos proyectos disfrutemos de La Juventud.